- El libro editado por la Secretaría de Cultura de Puebla es un anecdotario sobre la biculturalidad
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Aldo Plouganou nació en Puebla en 1990 y creció en la calle Alcatraz de la colonia Bugambilias.
Su padre había llegado a México mucho antes, en 1976, desde Argentina, exiliado por razones políticas. Otros miembros de su familia paterna, como sus tíos y abuela, también exiliados, siguieron al padre a México después de pasar por otros países. Para cuando Aldo nació, sus padres habían armado para sí un mundo algo cerrado, tenían un grupo de amigos conformado prácticamente solo de otros exiliados latinoamericanos y en casa funcionaba incluso una radio de onda corta que sintonizaba estaciones argentinas. Aunque su madre sí es mexicana, los referentes culturales con los que Aldo crecía eran sumamente distintos a los de otros niños de su entorno, pero él no lograba percatarse de ello.
Aldo tendría unos cinco o seis años cuando sus tíos y abuela volvieron a la Argentina y él se dio cuenta por primera vez que México y el país de su padre eran lugares lejanos, separados.
“Yo nací acá en los noventa”, dice Aldo Plouganou en entrevista con LUMBRERAS, “pero nadie me enseñó a ser de acá, aunque todo el tiempo me exigieron ser de acá. Esa es la cosa rara”.
Esa experiencia, la de vivir entre dos culturas, una al interior del hogar familiar y otra en la calle, entre dos mundos que se parecen pero que tienen diferencias, algunas notorias para todos y otras solo palpables para quien conoce ambos, entre palabras que no se entienden en una dirección o la otra, y hasta entre formas distintas de entender la vida, la clase, el género y la violencia, fue el detonante de su libro Alcatraz (2020).
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Alcatraz fue editado en 2020 y publicado como parte de la selección de cuento de la colección Letras Confinadas de la Secretaría de Cultura del estado. Sin embargo, al comenzar a leerlo hay algo que no cuadra.
El libro se divide en once relatos que están narrados en primera persona por un protagonista llamado Aldo. Más que cuentos, o lo que tradicionalmente conocemos como cuentos, Alcatraz parece a primera vista un ejemplo de lo que la academia, la crítica y el mercado editorial llamarían “memorias”, “autobiografía” o “crónica personal”, es decir, aquellos géneros que piden al lector un pacto distinto al de la ficción, que le dicen: “lo que te cuento aquí es verdad, es lo que yo viví”.
“Yo le digo libro de cuentos, lo pienso como un libro de cuentos”, explica Aldo a esta revista digital, “sobre todo porque pienso que, si bien construyen un arco conjunto, colectivo, todos los relatos están pensados para funcionar más o menos individualmente (…) Todos tienen ese punto principal que por sí solo se sostiene, y lo único que hacen es compartir el universo, expandirlo”.
En el primer relato del libro, “La piba del #5”, el Aldo de dentro del libro cuenta la historia de la primera chica de la que se enamoró, y de cómo su padre arruinó su potencial relación de manera involuntaria.
En otro, Aldo narra cómo él y su hermano creyeron escuchar, por años, a un fantasma en la casa familiar, hasta que eventualmente se dieron cuenta de que su padre pasaba largos ratos solo en el cuarto del piso de arriba, haciendo ruidos que los chicos no lograban identificar.
En uno más, Aldo, de nuevo el del libro, cuenta cómo sus amigos de la cuadra establecieron una amistad incómoda con el vagabundo del barrio, que les llamaba con nombres cambiados, hasta que este fue portándose cada vez más impertinente.
El uso de la primera persona gramatical, el protagonista llamado Aldo, la naturalidad de las anécdotas y la verosimilitud absoluta que logran: hay algo en estos relatos que no me permite llamarlos cuentos, así nada más, así que insisto. Quiero saber la relación del libro con la realidad, la del Aldo de adentro con el de fuera.
“Lo que pasa con ellos, y justamente ahí me meto en la cosa de la verdad”, me explica el autor, “es que todo lo que dice ahí es cien por ciento cierto, cien por ciento verdadero, pero es todo ficción. No es por hacerme el payaso. Todo pasó, pero estas historias son las historias que contamos toda la vida los que vivimos ahí, o las que yo conté toda la vida de haber vivido ahí”.
Aldo me explica en una extensa entrevista que todas las anécdotas contadas en el libro ocurrieron en la realidad, que incluso hizo un trabajo de corroboración de datos al finalizar la escritura, y que puso especial cuidado en no lastimar los sentimientos de las personas mencionadas, ya que todas existen también fuera del libro. Me cuenta además que estas son las historias que ha contado por años en las charlas de sobremesa familiares, en las fiestas, cuando conoce a alguien nuevo.
Aldo Plouganou tiene experiencia en el cine, así que explica con una analogía con el documental: aunque un documental se compromete con el espectador a que todo lo que presenta es real, que no hay puestas en escena en el sentido del cine de ficción, sí cuenta una historia, por lo que debe buscar estructurarse de forma tal que el espectador se mantenga interesado y atento. Algo así ocurre con los textos de Alcatraz.
“Todas las cosas del libro tienen esa situación de ser completamente biográficas, reales y verdaderas”, sigue el escritor y cineasta, “pero está todo armado y organizado para que funcione como un relato, que podamos entender lo mejor posible al mundo y a la gente de ese mundo y a la forma de ser de ese mundo”.
Lo que Aldo explica es una idea que algunos teóricos de la literatura, como Ricoeur, también han defendido: que la estructuración de una serie de eventos como relato es justamente eso que llamamos “ficción”. Estos autores no entienden, de fondo, gran diferencia entre una novela y un libro de historia, más allá del pacto de lectura que forjan con el lector: lo que te digo es verdad, o no.
“Una historia tiene necesidades de estructuración, de punto de vista, de construcción de emociones, de enlaces de mundo”, dice Aldo. “Eso ya está sujeto a la necesidad narrativa, no a lo que pasó (…) Ya el conjunto de cosas para hacer sentir, entender, ponerte en el lugar de, explorar y, sobre todas las cosas, entender cómo fueron las transformaciones de un cierto grupo de personas durante un cierto grupo de circunstancias, eso necesita su juicio. Si no, es horrible”.
El autor finalmente explica que, aunque es admirador de cierta literatura “del yo”, como la de Samanta Schweblin y Hernán Casciari, también hay otra que le parece francamente repulsiva por su soberbia y megalomanía. Llamar a su Alcatraz un libro de cuentos era lo que, de momento, le resultaba más cómodo.
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En Alcatraz, Aldo Plouganou narra algunas anécdotas que dejaron huella en él y le provocaron alguna transformación: la relación con su padre, la vuelta a la casa de Bugambilias después de unos años en Cholula, la experiencia de vivir entre dos culturas y la de crecer en un barrio de clase media donde le tocó atestiguar, un día, una agresión que casi culmina en homicidio.
Hay varios despertares de conciencia. Sin embargo, el más fuerte de ellos, para este lector, es el que se narra en “Vereda a vereda”, donde el personaje Aldo se da cuenta que dos de sus amigos, con los que jugaba al futbol casi todos los días, no lo veían como un igual, se esforzaban en ganarle las partidas para demostrar que eran mejores que él en algo, pues lo consideraban el niño rico del barrio de enfrente.
“A sus ojos éramos los niños ricos que habían nacido con cada lujo deseable, tenían que ganarnos porque el orgullo de ganarnos era tener algo que nosotros no tendríamos. Fue sorpresivo, incómodo y triste saber que nos veían así, divididos realmente por la vereda, enfrentados”, escribe Aldo en Alcatraz.
Aldo no entendía lo que pasaba. En la escuela había sufrido acoso por no compartir los referentes culturales de sus compañeros, y los insultos de corte clasista, como “gato” y su derivado “gatete”, que además no entendía porque no pertenecían al dialecto de sus padres, eran los que más proliferaban.
“En ese momento mi mamá nos criaba solos”, explica Aldo, “estábamos en una calle de terracería. Para el resto del mundo, o de la ciudad, éramos de la misma clase, pero entre nosotros existía esa división e imposibilidad de encontrarnos (…) Yo siempre había padecido la clase como el que tenía la clase inferior con relación al status quo. Por primera vez me encontraba teniendo el status quo ascendente. Entonces me daba cuenta lo imposible que debe haber sido para mí procesar el punto de vista del otro”.
Pero el descubrimiento de la clase como una estructura que no es posible revertir con buenas intenciones fue la lección más fuerte y dolorosa de esta anécdota.
“Nunca es cien por ciento tu parte la parte de clase. No existe”, dice. “Es una estructura. En ese momento se reveló esa estructura, que existe un andamiaje construido de una forma y esa forma de construirte hace que lastimes a alguien más aunque no te des cuenta. Lo estás oprimiendo, y a la vez la mayoría del tiempo estás pensando obsesivamente en la forma de ser menos oprimido”.
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Algunas de las anécdotas narradas en Alcatraz sobre la experiencia de vivir entre dos culturas y descubrir sus diferencias son sumamente curiosas y hasta divertidas. En uno de los primeros relatos del libro, un pequeño Aldo entra por primera vez a la casa de su vecina y percibe un olor peculiar, “una mezcla de plátano con sofá y un toque de aire húmedo encerrado (que) más tarde descubriría que es comúnmente el olor de los hogares de clase media mexicana”.
Pero quizá el aspecto más interesante sobre la experiencia de la biculturalidad es el lenguaje. Aunque en México y Argentina se habla la misma lengua, hay diferencias considerables en el léxico diario y en algunos usos y actitudes ante el lenguaje.
Cuando se enfrentó a la escuela, Aldo comenzó a tener problemas con su forma de hablar. Se le pedía que se dirigiera de usted a las profesoras, o que dijera “mande” cuando se le llamaba, pero esas palabras, poco argentinas, no se le habían inculcado en casa. Aldo además usaba un lenguaje hiperbólico y lleno de palabras que quizá no tienen connotaciones tan duras en Argentina pero que sí son sumamente mal vistas en México.
Al paso de los años, Aldo fue reprimiendo su forma natural de hablar, pues constantemente se le señalaba. Cuando usaba las palabras del argot argentino, se le acusaba de presunción. Eso a la larga hizo que se avergonzara de sí.
“Yo estaba tratando de escribir otro libro”, explica en entrevista, “y no estaba pudiendo porque no encontraba mi voz. Es una cosa que sabía que los artistas necesitábamos, que sabía que teníamos que encontrar, tener, y yo me desperté un día dándome cuenta que necesitaba mi voz. Conscientemente tenía dos o tres semanas dándome cuenta que no la tenía. Desperté una mañana diciendo ‘claro, si hace veinte años estás avergonzado de tu voz, entonces cómo la vas a encontrar, si la escondiste hace un montón de tiempo’”.
Dos cosas hicieron que Aldo volviera a encontrarse con su voz y su forma particular de hablar: la muerte de su padre, y la lectura de un estudio lingüístico que aseguraba que la lengua define en gran medida la personalidad y la forma de entender el mundo de las personas. Fue entonces cuando supo que eso estaba por encima de él.
Escribir Alcatraz le resultó entonces un reto lingüístico, porque en principio no sabía si reprimir su léxico argentino para acoplarlo a lectores mexicanos, o viceversa, hasta que comprendió que el libro no podría escribirse de otro modo sino con su voz propia.
“Parte de la disyuntiva del libro era esa”, dice. “Tengo problema porque solo lo puede leer gente argentina mexicana, ¿o qué? ¿Qué hago? ¿Qué tiene que pasar entonces? Después concluí que el libro tenía que contarse en su idioma, porque es el idioma en el que se pensó, en el que se sintió, en el que se tiene que decodificar. Si yo te quito para un lado o para el otro el idioma, cagamos. No hay, ese mundo no existe, esa forma de encontrarte con ese mundo no existe”.
Aldo escribió Alcatraz con el lenguaje preciso que construyó junto a sus padres y hermano cuando vivieron en la calle Alcatraz y que está plagado de palabras argentinas, de chés, postas, quilombos, y de palabras mexicanas también, porque, si hay escritores del género fantástico que inventan lenguas ficticias para que sus personajes hablen, y nadie dice nada, ¿por qué no habría él de usar su propia voz para contar su propia historia?
“Tengo el mismo derecho que la gente que inventa idiomas elfos”, dice. “Tengo el mismo derecho a usar las palabras que usé, porque tienen la misma riqueza”.
Hola.
Me interesa mucho leer el libro. Donde puedo encontrarlo ? Sera posible que se me pueda proporcionar ?
Quedo pendiente de su respuesta
Saludos cordiales
Eira aguirre
Hola Eira, el libro fue editado por la Secretaría de Cultura de Puebla, puedes comunicarte con dicha dependencia para que te faciliten un ejemplar.