En esta crónica, publicada originalmente en el portal LADO B, se narra una función de la Compañía Nacional de Teatro en el Festival Internacional Héctor Azar 2013, hoy extinto.
Durante los doce días en que transcurrió el Festival Internacional Héctor Azar 2013, el teatro salió a las calles de Puebla. Acróbatas aéreos se suspendieron de arneses para formar figuras con sus cuerpos en el atrio de la catedral. Frente al zócalo, artistas en zancos y telas gigantes dieron vida a personajes místicos ante los ojos bien abiertos de los cientos de espectadores que se acercaban, expectantes.
Pero un poco más escondido, en un terreno más íntimo, estuvo también el otro teatro, el que congrega al público en la sala oscura y le pide apagar sus celulares, mirar hacia el frente, concentrarse, entrar en la ficción. Ese teatro que prescinde de pirotecnia y acrobacias con fuego, el que solo requiere de tres sillas plegables, cinco actores formados sobre las tablas, el texto de un dramaturgo contemporáneo y una rigurosa y sensible dirección escénica. Nada más.
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Todos los asientos del teatro del Complejo Cultural Universitario se encuentran vacíos. Un primer grupo de unas treinta personas logra entrar, pero nadie se sienta. Las chicas del equipo del festival les piden que esperen en el pasillo, de pie, y después de unos minutos los dirigen hacia un costado y luego sobre el escenario.
La paz perpetua, uno de los treintaiséis montajes en la cartelera de la Compañía Nacional de Teatro, el único que llegó al festival poblano, no se dará en el espacio ordinario del teatro universitario. En lugar de eso, se ha montado sobre el escenario otro pequeño teatrito, a modo de arena, donde apenas hay espacio para cien personas.
Al centro, un pequeño rectángulo indica dónde estará el nuevo microescenario, y alrededor, de los cuatro lados, un centenar de sillas espera al público, que va entrando en pequeños grupos para no rebasar la capacidad limitada y va buscando el mejor asiento.
Pero no hay malos asientos. Aquí se apuesta por un teatro íntimo. Incluso desde el lugar más alejado se puede ver cada gesticulación, se escucha cada diálogo, se percibe cada respiración, se observa cada gota de sudor que las luces sobre el escenario van exprimiendo de los rostros de Enrique Arreola, Marco Antonio García y Eduardo Candás, los tres actores que salen primero a escena.
Ladran, se desplazan en cuatro patas, se huelen entre sí. No cabe duda: son perros. La ficción ha comenzado.
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Ganador en 2007 del Premio Nacional de Teatro en España, el dramaturgo madrileño Juan Mayorga está actualmente en uno de los momentos más importantes de su carrera. No solo está siendo traducido y montado en varios países alrededor del mundo, también el año pasado uno de sus textos fue llevado a la pantalla grande por el director francés François Ozon.
“Mayorga es un dramaturgo español, pero es contemporáneo. Es un muchacho joven de cuarenta años”, dice el actor Enrique Arreola varias horas antes de la función, en una rueda de prensa organizada por el festival. “Sus textos verdaderamente son brillantes e inteligentes. Mayorga es filósofo, matemático, escribe. Descubrir a este tipo de dramaturgos es una grata sorpresa, saber que hay lecturas dramáticas con tal fuerza”.
El dramaturgo ofrece una historia particularmente interesante. Tres perros de distintas razas y contextos compiten por obtener uno de los trabajos más codiciados para los de su especie: detectar terroristas.
Odin (Arreola) es agresivo y desconfiado del hombre, pero su falta de escrúpulos le da la ventaja de que podría atacar sin pensarlo dos veces. John-John (Candás) es más joven y naif en exceso, pero cuenta con un entrenamiento envidiable. Emmanuel (García), por último, es más viejo y reflexivo, y esa podría ser su verdadera cualidad.
No se crea, por la descripción anterior, que esta obra es una comedia a modo de farsa o una fábula moralizadora, con animales humanizados al estilo de Esopo que dan lecciones sobre cómo actuar en el mundo. Los perros son apenas pretextos para hablar de la condición humana, pero también de las condiciones muy actuales del mundo, donde los conceptos de democracia y libertad están siendo seriamente cuestionados.
“Es una forma realimente lúdica de acceder al público”, explica la directora del montaje, Mariana Giménez. “Se están tratando temas realmente muy profundos, y al mismo tiempo, a través de estos tres perros, que son arquetipos pero no arquetipos puros, lo que vamos a descubrir son tres perros que en realidad son seres humanos, a la manera de las fábulas”.
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“El teatro aporta otra cosa, el teatro nos permite una relación corpórea, de hecho física”, sostiene Mariana Giménez. “Ese tipo de diálogo no se establece en otro lugar. La gente enciende la tele o el iPad o la compu, yo qué sé, pero al teatro hay que ir, hay que salir de la casa, hay que caminar. Si lo piensas, eso es una maravilla, que nos reunamos sesenta personas, o quinientas, las que sean, y se apague la luz y esperemos todos a ver qué pasa… o ya no, porque las formas de teatro cambian tanto que resulta que ahora tomamos una casa o todo pasa en la sala de estar de una casa, o en un baño, o en la calle. Y que la gente sea convocada y se mueva para juntarse en esa especie de rito me parece algo tan necesario”.
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Los perros son puestos a prueba. Solo el mejor obtendrá el codiciado puesto.
Están encerrados en el mismo espacio y son sometidos de vez en vez a luces y sonidos que los perturban, los lastiman y les arrancan aullidos de dolor. Saben que en el agua podría haber droga y que están siendo vigilados, pero deben aguantar, es parte de la prueba.
Un cuarto perro (Óscar Narváez), más viejo que los demás y encargado de elegir al mejor, encabeza las pruebas. Les formula un examen: “define terrorismo en 25 palabras”.
Luego interroga uno a uno. Les pregunta sobre su pasado, su experiencia, su personalidad. Explora en sus sentimientos más íntimos y examina si podrán o no seguir instrucciones precisas, sin cuestionarlas, en momentos de suma tensión. Finalmente interviene el humano (Andrés Weiss) que los lleva de la cadena y los somete.
Cada perro es diferente y en cada interrogatorio el dramaturgo se permite realizar, en el nivel profundo, cuestionamientos cada vez más serios sobre un sinfín de temas: la pertenencia a una nación, el concepto de los derechos humanos y su función, la justificación de la violencia, el uso que el Estado hace de figuras como la democracia para legitimarse.
Los perros van quedando atrás. El lenguaje corporal de los actores se va haciendo poco a poco más humano, como en un hombre-lobo a la inversa. Los rasgos animales se van suavizando. Si el ser perro sirvió para introducir la ficción, ahora importa más hablar de los problemas humanos.
Luego llega el clímax escénico, construido con sapiencia y dirección de escena impecable.
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El acceso a la cultura debería ser considerado un derecho humano. El teatro también, opinan los actores horas antes, en la rueda de prensa.
“Tanto la cultura como el teatro, así como los derechos humanos, deben ser derechos que deberíamos tener todos los ciudadanos, y cualquier político que atente contra esos derechos, como en el caso de las reducciones, creo que todos nosotros, como ciudadanos, debemos manifestarnos en contra de eso”, expresa Marco Antonio García ante la prensa. “Eso es de principio. Como trabajador de la cultura, como gente de teatro, una política que atente contra eso claro que particularmente no estoy de acuerdo, y uno como ciudadano tiene la obligación de manifestarse frente a eso”.
Antes, un reportero había solicitado la postura de los miembros de la Compañía Nacional de Teatro ante las reducciones presupuestales que el gobierno federal, encabezado por Enrique Peña Nieto, planea hacer en las áreas culturales. Eso es lamentable, coincidieron, pero ni el desinterés del titular de la presidencia apaciguará el espíritu creativo de los artistas.
“Lo más importante de todo esto es que los artistas sigamos insistiendo en nuestro trabajo creativo a pesar de toda la problemática que pueda existir en relación a los presupuestos”, agrega Óscar Narváez, “porque yo creo que una de las cosas más importantes que sucede en nuestro país es que su bagaje cultural está sustentado en los artistas. Ellos son quienes tienen, aunque sea con menos dinero, que seguir haciendo el esfuerzo de creatividad que les corresponde. Sí, la reducción en los presupuestos nos daña a todos, pero no nos daña en lo esencial, que es la creatividad”.
“Sí, hay que hacer buen teatro, sin duda, lo mejor posible”, indica por su parte Eduardo Candás. “En muchos países del mundo se han generado, ante crisis del teatro o ante crisis de nación, no tenemos producción, dinero o el medio para hacer obras de gran formato o cosas muy complejo a nivel de producción, escenografía (…), pero los temas, el contenido, la dramaturgia, o qué tan experimental pueda ser, tiene que ver con las necesidades del momento”.
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La prueba final ha sido superada. Los perros-hombres ya se han mostrado completos.
Llega el oscuro total. La audiencia titubea pero por fin aplaude. A los cinco actores se suma la directora y la mitad del auditorio se pone de pie para seguir aplaudiendo.
La gente se irá, y quizá pensará en la democracia, en el terrorismo, en la condición humana, y quizá no hablará hasta que ordene las ideas que le produjo el teatro, ese teatro que no prende pirotecnia ni monta arneses o zancos, el que apela a otras cosas y congrega a la gente en un espacio íntimo para ver y pensar, y reír y llorar juntos, aunque no se conozcan. Ese teatro, el que vive desde Eurípides hasta hoy, con o sin presupuestos.
El rito ha terminado.