El escritor Alejandro Badillo reseña en esta entrega el poemario El lenguaje de las barricadas, del poeta inglés Sean Bonney, traducido para la editorial Matadero por Hugo García Manríquez. Badillo y el traductor estarán presentando este volumen (además del libro After Lorca y otros poemas, de Jack Spicer) y discutiendo la obra poética de Sean Bonney este miércoles 22 de junio a las 19 horas en Profética.
¿En qué momento se perdió la capacidad de la poesía para incomodar y afectar a quien se acerca a ella? La respuesta, seguramente, debe ser compleja, aunque se pueden encontrar muchas claves en la forma en que se vende y consume literatura. En una sociedad en la que lo literario tiende a la evasión o, peor aún, a la exposición exhibicionista de los males que nos aquejan, es común que la poesía sea, casi completamente, una expresión inofensiva que desactiva cualquier posición contraria al statu quo. En el siglo XX, sobre todo durante las últimas décadas, se pasó de la llamada literatura comprometida a obras de marcado tono didáctico, expositivo o confesional, que muchas veces rozan la superficialidad gracias a su pobre propuesta o su fidelidad a la temática de moda. Este tipo de obras, cuando no indican a los lectores qué tienen que pensar, explotan una subjetividad extrema en la cual vemos lo que queremos ver, como si estuviéramos frente a un espejo que potencia la imagen complaciente que tenemos del mundo y de nosotros mismos.
La obra de Sean Bonney, poeta inglés fallecido en 2018, va en el sentido contrario. Apuesta no sólo por incomodar al lector desde una posición política, sino desde el boicot a los límites tradicionales de la poesía. El escritor busca, en todo momento, expandir el concepto de “texto” para entregarnos obras híbridas que mezclan instantes de crónica, de carta, de ensayo, de experimentación lúdica del lenguaje, pero que también hablan desde el grito y la inconformidad. Me gustaría tomar, como ejemplo, el primer texto del libro, “Carta contra el lenguaje”. En esta pieza, escrita en el formato —por así llamarlo— de prosa, podemos encontrar a una especie de viajero místico, al estilo del personaje creado por el poeta francés Baudelaire, un ente capaz de sumergirse en la multitud, en los engranajes más oscuros de la ciudad, sin contaminarse del todo, y así tener fuerzas para abstraerse y nombrar la realidad que evita la multitud alienada en calles, casas y oficinas. Bonney, de alguna manera, crea, mientras escribe, un personaje que lo niega todo y que puede ser uno de los últimos testigos de una distopía. En medio de ese recorrido, tiene tiempo de darle corporeidad al lenguaje y tratarlo como a un viejo conocido. En la soledad de la urbe, el lenguaje —a pesar de sus traiciones— es el último compañero que queda. En “Carta sobre el trabajo y la armonía”, por ejemplo, habla de “escuadrones antidesempleados”, y en muchos otros pasajes se palpa la sensación de estar tanteando el borde de un colapso. Las referencias, en otros textos, de figuras políticas como Margaret Thatcher, pionera en la implementación de las políticas neoliberales en Inglaterra, exportadas después a casi todo el mundo, indican que la desintegración empezó a ocurrir desde la década de los ochenta y que sólo queda la poesía como última salida de emergencia. Thatcher afirmaba que no existía la sociedad y que sólo hay “individuos”. A través de la literatura de Bonney, puede lograrse una comunión que desplace la utopía conservadora en la cual cada quien sobrevive como puede, sin importar a quién dañe, esperanzado en una recompensa que nunca llegará.
La negación no sólo es un elemento que aparece incidentalmente en los textos de Bonney: es un leitmotiv que estructura toda la antología. Es el concepto que más me sedujo durante la lectura: en un mundo en el que la afirmación es un acto, en el que lo positivo se ha vuelto un coctel tóxico, decir “no” es un proceso de autoconocimiento y de liberación. Me parece que una de las ideas que pueden dejar la lectura de El lenguaje de las barricadas no es la poesía en sí misma, sino quién es el que la posee. Aquí tendría que asumirse este libro desde la biografía de Sean Bonney. El autor se desarrolló en la academia pero también se involucró activamente en el activismo, el marxismo y el compromiso con la clase obrera inglesa. Si Caravaggio pudo dar realidad a los personajes de sus cuadros gracias a su conocimiento profundo de las calles populosas de Roma, llenas de olores, ladrones, prostitutas y peleas; lejos de la élite eclesiástica que patrocinaba sus obras, Bonney deja también, en cada una de sus frases, la impronta de la calle y la lucha obrera contra un sistema totalitario que intenta controlar cada uno de los ámbitos de la vida. Siguiendo este pensamiento, convendría poner sobre la mesa la poesía hipotética que está en cada uno de los espacios ignorados por la élite cultural, ensimismada muchas veces en un discurso complaciente y, sobre todo, ignorante de una realidad que puede, en un futuro cercano, afectarla. Por supuesto, esta idea de la poesía popular tomada como alegoría hace que miremos con otros ojos expresiones musicales, intervenciones urbanas y acciones creativas de resistencia ante el recrudecimiento del capitalismo global. Pero, también, esta idea se puede asumir de una forma más literal y con ejemplos claros: Xu Lizhi, poeta chino, se suicidó en 2014 arrojándose por la ventana de su dormitorio. Él trabajaba para la multinacional taiwanesa Foxconn, que manufactura aparatos tecnológicos como el iPhone, el iPad, el Xbox o el Playstation. En uno de sus poemas, profundamente conmovedor, escrito a propósito de la avalancha de suicidios ocurridos en fábricas gigantescas como en la que laboraba, dice lo siguiente:
Un tornillo cayó al suelo
en su negra noche de horas extra.
Cayó vertical y tintineante
pero no atrajo la atención de nadie,
igual que aquella última vez,
en una noche como ésta,
en la que alguien se lanzó al vacío.
Sean Bonney encuentra, por un camino similar, la esencia de lo que ocurre, en sus poemas. A veces, como Xu Lizhi, lo hace de forma transparente, registrando su día a día: “Voy a tomar una Pepsi”; “Mi cuerpo se ha convertido en algo distinto, se ha fugado a su dimensión más diminuta, diseminada hasta ser nada”; “Me he estado levantando temprano todas las mañanas, recorro las cortinas y regreso a la cama”. En otros momentos recurre a la imagen para registrar el caos de la sociedad entregada a la especulación voraz que se ceba, siempre, en los más débiles y que disfraza su violencia a través de la utopía meritocrática: “El individualismo es esto: todos nosotros fijos a una tabla colectiva de antimateria en la que nadie cree, pese a que en ocasiones sus violentas intermitencias presagien conflicto. El discurso oficial toma los ritmos de huesos de pollo, pegamento y plumas lanzadas sobre una esfera social que se aleja, y el juego antifónico de altavoces se dispersa como polvo de estrellas que implosionan”.
En la sección “Happiness”, Bonney afirma que Rimbaud planeó su “programa poético” en mayo de 1871, una semana antes de que “los miembros de la Comuna de París fueran masacrados”. El poeta publicaría poco después, en 1873, Una temporada en el infierno, una de sus piezas más famosas. Más allá de la exactitud de las fechas y del pensamiento político de Rimbaud, conviene pensar en la poesía y en los poetas como visionarios de un mundo por venir. Los poetas son o deberían ser aquellos que vayan más allá de la imagen, que descorran el telón de la puesta en escena impuesta desde la cúspide o que colapsen la escenografía en la que nos movemos todos los días. Creo que ese papel lo cumple, a cabalidad, la obra de Sean Bonney.